jueves, 21 de enero de 2010

Prólogo

Una mujer reclina su cabeza en una piedra. Es verano y hay viento entre los árboles. Algo la insta a mirar, a ver lo que aparece cercano en ese paisaje natural, casi eglógico. Tal vez, recostada en el césped esté leyendo, y un mandato que surge de la letra la convoque desde la profundidad a encontrar otra luz, seguir el río de ese dejarse ir hacia una belleza diversa en la desembocadura.
Así comienza este libro intenso y fascinante de Roxana Palacios, contando una historia, aunque en el tenor poético de una rigurosa condensación. Como si el material visionario que ella encuentra en ese viaje imaginario, refiriera a través de su transcurso una cosa y otra, planos superpuestos, nudos de experiencia que se vuelven imagen constructiva. De inmediato, entonces, emerge la casa: esa casa que se va a ver caminar, flotando entre humos, en el hervor de una conciencia que acarrea su vértigo ajeno al tiempo y el espacio, porque ahí se constituye la apuesta central de esta aventura poética. Primero, como impresión y recuerdo, en alusión a algo que reclama; después, con la furiosa artesanía de una contemplación dinámica, construida en el proceso que va de lo impalpable hasta un objeto que se vuelve carne.
En qué consiste esta casa, se dirá. Precisamente en un arte de yuxtaposición, un absoluto propio del ademán creativo. Es el cuerpo mismo de la mujer que resulta el sujeto del libro; es un yo que es un él, a quien el poema le habla; es una investigación de una génesis familiar, donde los mayorales insisten en volver y confrontar; es el sitio raigal del autoconocimiento; y no menos, una canción de amor desgarrado, del puro instinto deseante que oscila entre el Eros carnal y religioso.
Tal vez, como un pintor de distorsiones, la poesía de Palacios se proyecte siguiendo la intuición de una mancha, una primaria pulsión fortísima sobre la que se aplica a desarrollar lo que ahí se revela implícito. Así, en serie de asociaciones veloces, la lógica convencional se recusa y, en todo caso, ya en plena posesión de lo poético, permite un cierre posterior, por afuera de las referencias.
Es evidente que Palacios encuentra el dominio de su poema componiendo equilibrios dinámicos. Por ejemplo, cada título –probablemente posterior a la fijación de la trama del texto que enmarca– encuadra en frío un frenesí. Lo mismo que el título general del volumen. Cada uno estampa una limpidez que imanta, pero situando en simultáneo, la riada de imágenes lúcidas que laten en la pieza que anuncian. Una suerte de poderosa quietud definidora enfrentada a la alusividad más vibrante, y cuyo objeto es lograr la extraña vitalidad del conjunto.
Tal como advierten los epígrafes, el andarivel del libro es doble o múltiple, según se mire: contemplar los rostros o significados de la casa, en la lección de Orozco, y a la par, la utopía de un más allá de la forma, conforme al apunte de Sor Juana Inés –aquella enorme poeta primera de América, quien en el mundo fuera Juana de Asbaje. Una multiplicación del sentido, en tanto significados que constituyen el tejido de una vida, y una variación de los sentidos, en tanto modos de percepción, que replican la intención, en verso o en prosa, o en verso y en prosa directamente, amén de traducir la condición visionaria al sonido impecable de la andadura poética.
Quiero decir que esta Casa que ves caminar resulta una metáfora hipercondensadora, que remite a un afuera del libro sí, pero que es el mismo libro también, como materia textual incluyente del lector en el flujo de esa modulación que pulsa las líneas y las voces. Una secuencia síquica que realiza su buceo interior, a velocidad de conciencia profunda, y encuentra líneas memorables todo el tiempo, como “locomotora que no detiene su marcha bajo el agua”, lo mismo que nos deja en estado de hipnosis y tensión fecunda, en otro movimiento paradojal: bajo la atmósfera de una comprensión encontrada mucho más allá de la razón de superficie. En su misma ruptura.
Creo que el libro tiene un final feliz, aparte de la felicidad de su logro. Una vuelta a los hábitos y a la vida cotidiana, bien dentro de una casa con referencias reales; pero sobre todo, con la convicción de que queda mucha pasión por dar y recibir, aunque la tarde llegue en “mezcla de escombros y de viento”. Un estilo abierto y único para pensar que valió la pena vivir, y que el amor por la vida, también es esa casa que se verá y verá caminar hasta el día que no tiene fin.

Javier Adúriz

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